Trabajo en dos sitios distintos de una misma ciudad, en dos realidades distintas, como si tuviera que cruzar un espejo para llegar a una desde la otra. Durante la mañana visito el extremo occidental de Eusapia, llena de mercaderes y tiendas, fábricas y artesanos, con sus casas amontonadas salvajemente una sobre la otra llenando la montaña de bosques de zinc, matorrales de acero y arbustos de ladrillo y cemento. 
Ahí enseño, o al menos intento enseñar, los valores, hábitos y habilidades que al otro lado de Eusapia se consideran normales, que los niños aprenden desde que nacen. Lucho ahí contra la violencia desmedida y contra una carencia eterna. Una carencia que ha existido más allá de lo que puedo recordar, y que siempre existirá. Ésta es la nación de la cursilería y el kitsch.
Al mediodía, a levantarse el sol a su punto más alto me embarco en mi viaje al extremo oriental de Eusapia y caigo en un sopor, casi sueño, profundo. Eso tienen ambos lados de Eusapia, sus calores y vapores te sumergen en un intenso sopor que detiene el tiempo en el puente entre los dos extremos de Eusapia. 
Cuando la intensidad del sol disminuye, despierto en el lado oriental de Eusapia, cubierta hasta el último centímetro cuadrado de un falso sentido del glamour, llena de mármol, granito y porcelana. En ésta, los momentos de despreocupación son los que más gozan de preferencia. Aquí los lujos abundan de una forma que ni en sus más salvajes sueños los habitantes del oeste de Eusapia conciben. Esto lo sé porque a veces trafico personas, transporto sus vidas de un lado al otro de la ciudad, como Caronte lleva las almas al infierno. Sin embargo, si te fijas con detenimiento y con el tiempo suficiente, podrás ver otras carencias, muy similares a las que existen del otro lado de la ciudad pero aun así, diferentes. Carencias emocionales, inseguridades e ignorancias escondidas entre bienes materiales. Ambos extremos de la ciudad coexisten en un baile de máscaras de seguridad y confianza. La única diferencia yace en que las máscaras de unos están hechas de cartón y las de los otros de porcelana. 

Confieso que trabajar en el extremo occidental de Eusapia es mucho más difícil pero gratificante. Pero si pasas mucho tiempo en este extremo de la ciudad, el riesgo de vivir entre carencias te obligará, sin que tú puedas darte cuenta, a entregarle tu vida. Vivirás entre pobreza, miedo y estrés. Se te irá la vida persiguiendo, entre un millar de humillaciones y privaciones, la ennoblecedora experiencia de salir de la pobreza. Morirás con el aprendizaje de que la pobreza en sí, es romántica sólo para los tontos. Ahora, también confieso que trabajar en el extremo oriental de Eusapia es mucho más cómodo y placentero. Pero si pasas mucho tiempo en este extremo de la ciudad, la indulgencia de vivir entre lujos te obligará, sin que tú puedas darte cuenta, a entregarle tu libertad. Serás regalado a relojes de pulsera, perfumes extranjeros, carruajes lujosos y demás artilugios indispensables. Te volverás flojo y despreocupado y tu vida dejará, también, de pertenecerte.

Dicen que la mejor forma de vivir es ésta, viajando de un lado a otro, manteniéndote en contacto con ambas realidades y sin dejarte llevar por ninguna. Pienso en ella al caer el sol y bajo el brillo de las estrellas de Eusapia, que brillan por igual a ambos lados de la misma. Llego a mi casa, y trato de ubicarla en alguno u otro lado de la ciudad. Quizás no viva en ninguno de los dos extremos después de todo. Quizás viva en un purgatorio vacío y en blanco. Quizás no pueda darle forma a mi existencia hasta que tome una decisión y escoja un extremo de la ciudad para vivir.

Yo digo que en los dos extremos no hay ya modo de saber cuáles son los ricos y cuáles, los pobres.